Y ahí estábamos nosotros: metidos en
el coche con una caja cartón entre los brazos yo, y Juan conduciendo hacia mi
apartamento.
Desde que habíamos salido del
polígono, mi amigo no había abierto la
boca. Solamente una sonrisa de satisfacción y felicidad daba indicios de que
estaba vivo.
Recosté la cabeza hacia atrás y
cerré los ojos para relajarme. Juan había
que encendido la radio y sonaba música estilo americano. Música de
carretera que la llamaba yo.
-Tío, cambia de cadena, que con esto
me duermo.
-Vale, vale, no me pegues – estiró
el brazo y con los dedos índice y pulgar hizo rotar la rueda derecha de la
radio. El aparato soltó interferencias por el cambio de emisora, pero al final
se detuvo en una de música actual.
-Gracias tío, se agradece.
Me recosté en el asiento y escondí
el cuello, al tiempo que hablaba. Juan rió.
-Raúl, siempre dices lo mismo.
-Ni idea, será mi “gag”.
-Será eso.
Sonrió y disminuyó la velocidad al
llegar al cruce de enfrente de mi casa.
-He preferido traerte a casa, por si
tienes problemas con el gato,
-Vale, gracias.
Salí del coche sonriendo y con la
caja debajo del brazo, haciendo malabares para que no se cayera. Me despedí de
Juan y miré el reloj: las ocho de la tarde. Resoplé. ¡Todavía es demasiado
pronto! Pensé. Subí las escaleras del porche y Roly saltó desde el jardín hasta
mi pierna. El ataque de cariño repentino procedente del perro de mi casero me
asustó e hizo que perdiese el equilibrio, cayendo al suelo. Solté la caja de
zapatos donde portaba al gato y chocó contra el suelo. La tapa saltó y a la
vista quedó el diminuto cuerpo carbonizado del felino albino.
Roly se quedó mirándolo y se acercó
lentamente para olfatearlo. La cría comenzó a lloriquear al notar la presencia
del perro, ya que no podía ver apenas. La mascota golpeó suavemente la caja con
la pata derecha y la desplazó hacia un lado. El gatito, que había conseguido
ponerse de pie, cayó de nuevo, soltando un pequeño grito.
Me moví a la velocidad del rayo y
aparté con una mano al perro. Recogí la caja con sumo cuidado y la cerré.
Rebusqué en mi bolsillo en busca de las llaves y toqué el llavero que me regaló
mi madre por mi octavo cumpleaños. Una lágrima subió a mis ojos. Saqué las
llaves y abrí la puerta del portal.
Esto de vivir solo era un chollo. No
tienes a nadie que te mande, puedes quedarte hasta tarde despierto y haces lo
que te da la gana. Pero había que ser también un poco responsable. La casa
ahora dependía enteramente de mí. Además, la comida me tocaba hacerla a mi
siempre, asimismo la limpieza y en general, todo lo que solía hacer mi madre
cuando estaba con nosotros. Desde aquel fatídico día, vivía junto a mi hermana pequeña Elena. Al
terminar la escuela, ella se mudó a vivir con mi tía, ya que me veía incapaz de
cuidar a una niña pequeña, y aún no era mayor de edad por si sucedía algo.
Crucé el portal y subí las escaleras
hasta mi puerta. Repetí el mismo proceso y entré en el apartamento. Estaba
hecho un desastre. No he había dado tiempo a recogerlo con las prisas. Ya lo
arreglaría cuando tuviese algún rato libre. Ahora lo importante era el gatito
que llevaba en la caja.
Me dirigí al salón y me senté en el
sofá pesadamente, soltando un suspiro de cansancio. Apoyé la caja delicadamente
encima de la mesa y aparté la tapa con los agujeros.
El gatito se asustó un poco al
recibir de lleno la luz del sol, y buscó desesperadamente la sombra que le
proporcionaba un lado de la caja. Maulló e intentó abrir los ojos, sin
conseguirlo del todo. Sonreí con ternura y alargué la mano para coger a la
cría. Ésta, aún con los ojos cerrados, giró la cabeza al sentir mis dedos
contra su lomo. Golpeó suavemente mi mano con su patita y se dejó coger al fin.
Con todo el cuidado del mundo, lo levanté y, sacándolo de la caja, lo fui
bajando lentamente hasta la mesa, intentando estabilizarle sobre sus patas.
-Bueno, que, ¿tendrás hambre no? –
le dije sonriendo.
El animal se limitó a mirar con sus
ojos tristes y diminutos, uno de ellos totalmente blanco. Me levanté.
-Pues no te muevas de aquí que ahora
te traigo un poco de comida – empecé a andar hacia la cocina pensando “¿Qué comerán
estos bichos?” Me acordé entonces de un documental que vi en la televisión
sobre gatos.
Decía que se alimentaban de… de…
¡pescado! Abrí la puerta del armario de la cocina y busqué algo que pudiera
saber a pescado. Teniendo en cuenta que era la residencia de un estudiante con
pocas ganancias mensuales, no había más que bolsas de patatas de distintos
colores y sabores. Maldije mi apetito de exámenes y busqué más a fondo. Al
final pude encontrar, tras una exhausta búsqueda, una lata de atún que me había
traído mi tía un día que vino a visitarnos. Cerré el armarito y busqué en la
pila del grifo algún plato medianamente “limpio” para servirle la comida al
animal.
-¡Será posible que no haya nada! –
dije entre dientes.
Cogí el tazón de los cereales y lo lavé
un poco para quitarle los restos del desayuno del día anterior. Al terminar me
sequé las manos y con ayuda de un tenedor, vertí el contenido en la lata.
Volví al salón con el tazón en las
manos, yendo hacia donde había dejado el gato. Al llegar, no atisbaba su figura
desvalida por ninguna parte. Me asusté y dejé con cuidado el bol en la mesa. Ya
sólo me faltaba que se me perdiese una cosa tan pequeña como esa.
-¿Dónde te has metido chiquitín?
Me arrodillé sobre la madera del
suelo, inclinando la espalda para mirar bajo el sofá. Nada. Resoplé y cuando me
disponía a levantarme, oí un leve maullido. Me giró con los ojos más abiertos
de lo normal y lo vi, sentado en frente del altar de mis padres.